«ORO BLANCO», NUEVO REPORTAJE PARA LA REVISTA RONDA IBERIA
Valle Salado en Añana, Álava
Recientemente pasábamos unos días en el Valle Salado de Añana en Álava para realizar este reportaje junto al compañero Álex Ayala Ugarte, autor del texto. @ayalachronicles. Una nueva experiencia que suma. Un placer conocer a Álex y compartir este reportaje.
ORO BLANCO
El sol es el mejor obrero de este antiguo yacimiento del País Vasco donde el agua salada se transforma en un producto de alta cocina.
Edorta Loma, un salinero de tez rojiza, los brazos curtidos y unos ojos diligentes que parecen dos pedazos de ámbar, acaba de mostrarnos uno de los clavos de madera que refuerzan las estructuras del Valle Salado de Añana, un yacimiento del País Vasco, a 30 minutos de Vitoria en coche, que lleva produciendo sal alrededor de 7.000 años. Eso es lo que indican los vestigios arqueológicos, un “archivo” atípico en forma de capas que nos informa, por ejemplo, de que en el neolítico se extraía la sal con la ayuda de vasijas y fuego. Desde hace 2.000 años —gracias a un sistema concebido por los romanos— la sal se cosecha por evaporación natural entre mayo y septiembre. “Nuestro lema es: sol y viento sí, agua no”, predica Edorta mientras camina, y unos minutos después apunta a lo lejos como un pirata a punto de gritar: ¡Tierra a la vista! Allí —donde señala—, estaban antes las eras de su familia; allí, había un almacén donde su madre dio a luz, de repente, el 30 de enero de 1959; allí, dice este salinero que viste de un blanco salino, lo primero que él vio al nacer fue el valle, un paisaje insólito que algunos comparan con una gran colmena y que otros definen como un bosque de estacas cubierto de terrazas y arcilla.
En el libro Sal, historia de la única piedra comestible (2002), el periodista Mark Kurlansky cuenta que la sal financió parte de la Muralla China. Se usó para pagar a los legionarios que servían a Roma. Fue uno de los símbolos de la lucha de la India por la independencia. Influyó en la búsqueda de nueva rutas comerciales cuando el mundo nos parecía más grande que ahora. Algunas culturas la usaron para espantar malos espíritus y otras, en rituales de magia negra. Actualmente, se emplea para derretir el hielo de las carreteras, en la industria del cuero, en la elaboración de cosméticos y hasta para fijar colorantes. En el lago Natrón, de Tanzania, es uno de los componentes que petrifican los cuerpos de los animales muertos. Y en países como Rumanía forma parte de algunas terapias medicinales alternativas. “En realidad, solo el seis por ciento de la producción mundial se destina a la gastronomía”, explica Elisabeth Frick, la coordinadora de los servicios turísticos del Valle Salado. A su lado, hay un depósito de salmuera —agua salada— donde habita la artemia partenogenética, un crustáceo que para vivir necesita un entorno como éste, salino, y que es considerado un “salinómetro” natural de la zona.
En Añana, las corrientes subterráneas atraviesan un gran bloque de sal formado por los sedimentos de un mar que se secó hace unos 220 millones de años. La salmuera resultante de la mezcla fluye al exterior a través del manantial de Santa Engracia y otras tres fuentes menores y se reparte con la colaboración del “partidero”, una cavidad que gracias a 25 orificios menudos se conecta con los canales que abastecen a los pozos de almacenaje. Los pozos, a su vez, alimentan las eras, y en las eras se recolecta la sal en cuanto se evapora el agua. En los buenos tiempos, hubo alrededor de 5.600 de ellas en funcionamiento. En el pueblo, recuerda Edorta, “el reloj de la torre anunciaba los turnos para recibir salmuera y evitar conflictos. Las mujeres trabajaban tan duro o más que los hombres: cargaban la sal hasta los almacenes, regresaban haciendo punto y llevaban la casa”. Durante años, los dueños de las “granjas” de eras pertenecieron a la Comunidad de Caballeros Herederos de las Reales Salinas de Añana, un organismo que surgió en el siglo XII y que, en sus inicios, era administrado por un religioso y un laico. En los años 70, la actividad salinera estuvo a punto de desaparecer por la caída de precios, y el lugar no se engulló a sí mismo porque la misma sal evitó un deterioro acelerado de la madera.
El rescate llegó de la mano de varias instituciones públicas y la Fundación Valle Salado, que ha implementado visitas guiadas y un plan de rehabilitación que ha tomado en cuenta a los descendientes de los antiguos salineros de Añana. En 2017, las salinas fueron reconocidas por la FAO como el primer Sistema Ingenioso Patrimonio Agrícola Mundial de Europa. La concentración de sal de su salmuera, entre 210 y 240 gramos por litro de agua, es casi siete veces superior que la de los océanos, y la mejor garantía para los cocineros con estrellas Michelin que promocionan los productos que derivan de ella.
El preferido es el chuzo, una especie de estalactita que se forma en los canales y los entramados —gota a gota— debido a las filtraciones. Un objeto de coleccionista, de gran pureza, que cotiza al alza: su precio ronda los 600 euros el kilo. Quizá por eso, el chef Martín Berasategui asegura que la sal de Añana es una joya, excepcional, “el Rolls Royce” de las sales. Edorta dice que sus sales favoritas son la de cayena, la de pimienta y la de ajo. Cuenta además que su hijo aprendió mampostería, carpintería y los secretos de las salinas para estar listo como relevo; y aunque al final ha decidido intentarlo como cocinero en un restaurante de primera línea, suele utilizar las sales que cosecha su padre para sazonar algunos platillos. En casa del salinero mayor ha tocado cuchara de palo.