GUARDIANES DE ORDESA
El Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido cumple 100 años, nos adentramos en sus valles glaciares, frondosos bosques y cristalinas aguas de la mano de los exploradores antiguos y modernos que cuidan de este tesoro del Patrimonio Mundial.
Texto: Daniel Burgui Iguzkiza / Fotos: Oscar Larzabal
Un regalo para las generaciones futuras, que fatigadas por el desarrollo de las ciencias y las artes, verían este rincón como un salvaje asilo perfectamente conservado, donde los animales se reproducirían sosegadamente y soñadores de todas partes visitarían este paraje y respetarían la venerable selva de los Pirineos como a una abuela. Como una reminiscencia del Edén, la naturaleza antes de aparecer el hombre sobre la Tierra. De este modo, con estas palabras, el fotógrafo francés Lucien Briet trató hace cien años de convencer al Gobierno de España, la Diputación de Huesca y a la Real Sociedad Geográfica para que el valle de Ordesa y Monte Perdido, el “divino cañón”, fuese transformado en Parque Nacional, a semejanza del creado por los norteamericanos a orillas de Yellowstone.
Frustrado en su empeño de ser poeta, Lucien Briet fue un barbudo y extravagante viajero, publicista de profesión, que entre los años 1890 y 1911 realizó más de 20 expediciones por los Pirineos. Caminó, paseó, trepó, escaló y fotografió senderos, picos, glaciares, cascadas, grutas, montañas y bosques con ayuda de guías locales. Dejó más de 1.600 placas de imágenes que retratan a los hombres y mujeres de la época, y también los insólitos paisajes, la flora y la fauna. Fotografías a las que acompañó de un centenar de artículos, escritos y tratados científicos. Aquí encontró la dedicación de su vida: el deseo de preservar este rincón para admiración de los tiempos venideros. Y lo consiguió.
En el año 1916, Pedro Pidal, Marqués de Villaviciosa de Asturias, retomaba las ideas de Briet y defendía ante el Senado en Madrid la creación de la primera Ley de Parques Nacionales. Dos años más tarde, el 16 de agosto del año 1918 se declaraba el Parque Nacional del Valle de Ordesa o del río Ara. Un mes antes se había nombrado en Asturias otro espacio con el mismo rango de protección, el Parque Nacional de la Montaña de Covadonga. Y España se convertía así en el país pionero en Europa en legislar la conservación de su naturaleza.
Sin embargo, Lucien Briet no pudo más que intuir el alcance de sus palabras y esfuerzos: murió en 1921, un año después de la inauguración del Parque. Hoy la denominación de Parque Nacional Ordesa y Monte Perdido protege una extensión de más de 15.000 hectáreas, por las que discurren centenares de senderos y caminos, se retuercen saltos de agua en el fondo de sus valles glaciares y se elevan más de 30 picos de más de 3.000 metros, el macizo calcáreo más alto de Europa. En la frondosidad de sus bosques, habitan 38 especies de mamíferos –especies endémicas del Pirineo y también el rebeco, el oso pardo o el corzo–, 68 tipos de aves, desde pequeños pajarillos hasta el tremendo quebrantahuesos o la curiosa lechuza de Tengmalm, y otros tantos tipos de peces y anfibios.
Esta exuberante naturaleza era y es un reclamo para el turismo. Briet, un visionario, también creía que traería “el bienestar de la región” e imaginó al pueblecito de Torla convertido en “centro de excursiones para Vignemale y todo el macizo del Monte Perdido, con muchos hoteles y con un batallón de guías, cargadores y alquiladores de asnos y mulos”. Acertó. El parque recibe hoy más de 600 mil visitantes anuales. Y Torla que es su entrada principal, junto con la localidad de Broto, reúne en sus circunspectas calles panaderías y ultramarinos que se alternan con albergues, campings y hostales, restaurantes, tiendas de material de escalada y suvenires, alquileres de bicicletas y también de jeeps o vehículos adaptados. Excursiones a pie o en 4×4, como las que organiza Mari Luz Ferrer, que con una destreza propia de una sherpa nepalí y el cariño y el respeto de quien habita y ama estas montañas, guía a sus clientes hasta por encima de los 2.000 metros, para enseñarles desde riscos, miradores y balcones de piedra los escondites de las cabras montesas o donde se pueden tomar las mejores fotografías al atardecer.
Pero pese al aparente trajín de senderistas, trekkers y excursionistas; al día no pueden acceder más de 1.800 personas al parque. Un paraje, el de Ordesa, que es junto al Parque Nacional de Hallasan en la isla surcoreana de Jeju, un lugar único en el mundo: distinguido por la UNESCO como Patrimonio Mundial de la Humanidad, Reserva de la Biosfera y Geoparque. “La triple corona”, como le gusta decir al director del parque, Manuel Montes.
“Hemos heredado el parque en buenas condiciones, pero me gustaría que como celebración del centenario quedase algo tangible, que perdurase en el tiempo, no solo actos institucionales y eventos: lo más relevante es otra entrada y centro de visitantes en Escalona, que da acceso a los valles de Añisclo, Escuaín y Pineta. Mejorar las infraestructuras y la inversión en hacer seguimiento a especies y la conservación”. Nos cuenta esto, Montes, al tiempo que nos muestra un pequeño monolito en memoria de Lucien Briet, un discreto recuerdo al final de un camino nada transitado, en medio de la frondosidad de la maleza.
El actual director y conservador del parque, desde el año 2011, recuerda e insiste que su prioridad y la del equipo que dirige es la misma que la de aquellos pioneros de hace un siglo: preservar y proteger el entorno. Y en especial de nosotros mismos, del impacto del ser humano. Le acompañan al director en este empeño una plantilla de 33 profesionales (informadores, guardas, peones de mantenimiento, investigadores…).
Uno de esos protectores que trabajan a las órdenes del director es Manolo Morales, de 55 años. Mil kilómetros y 27 horas en tren separaban al fotógrafo Lucien Briet desde su localidad natal de Charly-sur-Marne, cerca de París, de las montañas centrales de Aragón y el Mediodía francés, que tanto amaba. Algo similar le pasaba a Manolo que en el año 1996 cansado de la vida en Madrid, se trasladó con su mujer y sus hijos hasta los Pirineos, a Huesca. “Mi pasión eran las montañas, la ciudad me asfixiaba así que en cuanto tenía un fin de semana libre nos íbamos a la sierra, necesitábamos cambiar de vida”, explica Manolo, que hoy es uno de los guardas forestales más experimentados del parque, conocedor de todos los caminos. Manolo explica cómo muchas veces su labor se fundamenta en prevenir accidentes e imprudencias, dar indicaciones a excursionistas despistados o incautos, participar en rescates, pero también velar por el buen estado del parque.
Mientras caminamos, toquitea una rama, aparta un tronco, comprueba el walkie-talkie y se detiene a hablar con visitantes como Teresa Alabau, de 80 años, que pasea por estos senderos acompañada de su hija. Se han parado delante de un peculiar, robusto y oscuro tronco de un árbol, Manolo les explica que es un haya muerta, un árbol viejo, pero que si miran hacia arriba, sobre el desmochado tocón verán cómo crecen tres flacos y verdes tallos: son brotes de un árbol nuevo que está creciendo de nuevo. “Así es la vida en el bosque, sin nosotros aquí, esto puede durar otros cien o mil años más”, reflexiona, admirado, este guardián de Ordesa.