TRES GUARDIANES CUSTODIAN EL MONASTERIO DE SANTO TORIBIO DE LIÉBANA, CANTABRIA
Nuevo reportaje para la revista EXCELENTE IBERIA. Texto: Diego Cobo.
TRES GUARDIANES
En el monasterio de Santo Toribio de Liébana, Cantabria, tres franciscanos custodian el que los fieles consideran el mayor trozo conservado de la cruz de Jesús.
A primera hora de la mañana, la carretera hacia el monte la Viorna está desierta. “O llegan todas las personas a la vez o desaparecen en un momento”, bromea, con razón, Juan Manuel Núñez. Poco después, empiezan a subir autobuses al Monasterio de Santo Toribio de Liébana, que se inunda de visitantes con la misma rapidez con la que vuelve a vaciarse.
Juan Manuel es, desde hace seis años, el Padre Guardián de este monasterio en el ombligo de Liébana, una comarca montañosa de Cantabria a la que el azar convirtió en centro de peregrinación. “¿Qué vería el Papa para declararlo lugar santo en 1512? Aquí se conserva la mayor reliquia de la cruz de Jesús”, se responde a sí mismo.
El edificio de piedra está en mitad de un mar de montañas a escasos tres kilómetros de Potes, la capital de la comarca. A este templo habitado por frailes franciscanos desde su restauración en 1961 –quedó abandonado en 1837– llegó el brazo izquierdo de la cruz tras varias peripecias que comienzan en el siglo V, cuando Toribio de Astorga vivía en Jerusalén. A su regreso a España, el Papa le permitió llevar consigo ciertas reliquias, entre las que se encontraba el “Lignum Crucis” (madera de la cruz).
En el año 711 comenzó la invasión musulmana, así que los cristianos huyeron con los restos de Toribio y con la reliquia, buscando un lugar seguro: salieron de Astorga, cruzaron los montes y dieron con este enclave donde un obispo de Palencia, a los pies de los Picos de Europa, había levantado un monasterio.
Liébana era un lugar remoto, hoy conectado con la costa cantábrica por un estrecho desfiladero, algo que no fue impedimento para que Santo Toribio fuera un importante motor de desarrollo de la economía y la religión de la comarca. Los dominios del monasterio llegaron a incluir un centenar de ermitas, como las de San Miguel y Santa Catalina. Desde estas capillas reconstruidas se contempla el inmenso valle donde el respeto a la naturaleza ha sabido lidiar con un turismo rural enfocado a la montaña y actividades al aire libre. Pero la vida ascética de los antiguos monjes poco tiene que ver con la de los tres frailes actuales. “Es tan normal…”, cuenta Juan Manuel, que dedica su tiempo a los rezos, misas o labores de mantenimiento del jardín de este monasterio que algún día se conoció como “la pequeña Jerusalén”.
Sin embargo, aún resuenan leyendas en torno al monasterio. Quizá por esa razón Juan Ignacio Aguirre, envuelto en el hábito marrón de la orden franciscana, trate de respaldar con datos las tesis históricas. “El Instituto Forestal examinó en 1958 la cruz y determinó que era madera de ciprés oriental y que podía tener 2.000 años de antigüedad”, asegura desde el altar de la capilla del Lignum Crucis a un grupo de visitantes. El fraile saca la reliquia del retablo y las decenas de visitantes desfilan para tocarla y besarla antes de volverla a colocarla en el retablo. Es mediodía y debe oficiar la misa en la iglesia, anexa a la capilla.
La actual iglesia fue construida en 1256, aunque reformada y ampliada en el siglo XVIII, cuando fue levantada la capilla. Desde que llegó la reliquia en el 714, los peregrinos venían a estos montes tras el mayor pedazo de la cruz, que hoy tiene 63 centímetros de largo y 39 de ancho. Los fieles se llevaban pequeñas astillas como recuerdo y poco a poco, disminuyó su tamaño, aunque no su significado.
“En las crónicas aparece que la reliquia ha hecho muchos milagros de endemoniados”, explica Juan Manuel, aunque prefiere contar algunas experiencias que ha vivido: una mujer endemoniada que tocó la cruz y se curó o el de un hombre que entró en muletas y salió por sus propios medios.
Santo Toribio ha albergado algunos de los manuscritos más importantes, aunque ahora están en el Archivo Diocesano de Santander, como el documento original de la bula por la que el Papa concedía el Año Santo a Santo Toribio, a celebrar cuando el 16 de abril –muerte de Santo Toribio– fuera domingo. Santiago de Compostela tenía ese privilegio desde 1122, pero no fue es hasta el siglo XVI cuando leemos en las crónicas que “ingentes multitudes” se desvían del camino para llegar a Santo Toribio y continuar hasta Santiago. “Ingentes multitudes, ¿qué podría ser?”, bromea el Padre Guardián. Hoy, llegar a Santo Toribio es un desvío obligado del Camino de Santiago de la costa.
En el 2006, último año santo, llegaron a Santo Toribio un millón de peregrinos. El próximo 23 de abril comienza el Año Jubilar Lebaniego y Juan Manuel Núñez ya intuye qué sucederá. “Los milagros le suceden a gente que había dejado de creer y Dios les estaba esperando. Ese es el regalo del Año Santo”, dice convencido.